¡Oh Alegría!

La escuché cantar en un bar de Grecia y, a partir de ese momento juré no quitarle la mirada a esa sirena de tierra. Sus cabellos eran dorados como los rayos del sol, sus ojos eran verdes oliva y sus labios eran rojos carmesí. Ella cantaba de corazones rotos y de lamentos; yo con mi guitarra trataba de alegrarla, de sacarle sonrisas. Eurídice se convirtió en mi musa, en mi todo.

Una mañana abrí los ojos y no ví más que sombras. Un dolor llenó mi pecho, no sabía que estaba pasando. Miré mis manos pero ya no eran manos, sino manchas que unían a mi cuerpo. Limpié mis ojos pero nada volvió a su estado natural. En ese momento, entendí que las sombras habían venido por mí. Me levanté en busca de mi querida Eurídice. Tropecé con la cama, con la cómoda, con el televisor. Grité hasta más no poder pero la melodiosa voz de mi sirena no estaba. El silencio se apoderó de la casa, se apoderó de mí.

Hades, mi mejor amigo, se la había llevado de mi lado y en su lugar dejó sombras; sombras que serían mis únicas amigas y envolverían lo que quedaba de ella. Su melodiosa voz y un último destello de su sonrisa celestial, que mi memoria guardaría para siempre. Eso era lo que quedaba. Ella no volvería jamás.

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